La juez, una mujer negra de mediana edad, va leyendo sus nombres. Ellos, obedientes como escolares, responden con voz firme:
-Sergio Pérez Galán.
-¡Presente!
-Jesús de la Cruz.
-¡Presente!
-Cristina López Ramos.
-¡Presente...!
De fondo se oye un rumor metálico que sobrecoge. Porque Sergio y Jesús y Cristina y los 49 hombres y 10 mujeres que este lunes 3 de mayo están sentados en el banquillo de los acusados de esta sala de juicios de la segunda planta de la Corte de Tucson (Arizona) están encadenados. Sus tobillos y sus muñecas están unidos entre sí por una cadena que va y viene de la cintura y que limita todos sus gestos. Hace unas horas, estos hombres y estas mujeres sobrevivieron a los peligros del desierto de El Sásabe -el calor y la sed, las víboras y los alacranes- y lograron traspasar la línea fronteriza que separa el Estado mexicano de Sonora y el estadounidense de Arizona, pero allí estaban, esperándolos, los agentes de la Border Patrol. La patrulla fronteriza los presentó ante esta juez de Tucson que, como cada día de lunes a viernes, invariablemente a las 13.30, pone en marcha la representación de un juicio. Todos los aquí presentes -la propia juez, el fiscal calvo y de anchas espaldas, los aburridos abogados que juguetean con sus blackberrys o leen correspondencia atrasada- saben qué va a pasar cuando, dentro de dos horas, se levante la sesión.
-Silvano Escalante, ¿entiende la acusación en su contra?
-Sí.
-¿Entiende su derecho a tener un juicio?
-Sí.
-¿Está dispuesto a renunciar a ese derecho y declararse culpable?
-Sí.
-¿De qué país es ciudadano?
-De México.
-¿Entró en Estados Unidos por una garita de entrada?
-No.
-¿Cómo se declara?
-Culpable.
La juez repite el mismo formulario 59 veces. Las mismas preguntas. Idénticas respuestas. Los acusados -en su mayoría, mexicanos del sur, de Chiapas, de Oaxaca, trabajadores en busca de un jornal- serán declarados culpables y condenados al mismo tiempo de prisión que ya llevan entre rejas, dos o tres días a lo sumo. De tal forma, una vez terminada la sesión, un autobús de la Border Patrol los llevará hasta la frontera de Nogales y se los entregará a las autoridades mexicanas. Sólo en el caso de que los migrantes hayan intentado cruzar ilegalmente en otras ocasiones, su condena alcanzará 60 o 120 días de prisión. Pero, aun en esos supuestos, la condena será fruto de un acuerdo entre el acusado y el fiscal. El objetivo es no alargar el proceso. La razón está muy clara. Si los 60 o 70 inmigrantes que diariamente son atrapados y llevados a juicio en Tucson se declarasen inocentes y pidieran un juicio con todas las de la ley, el sistema -que ya cuesta al contribuyente entre 7 y 10 millones de dólares al mes (entre 5,5 y 7,8 millones de euros)- se colapsaría. Hay que tener en cuenta que sólo en 2009 fueron 15.000 los inmigrantes que pasaron por esta sala de la Corte de Tucson.
-Se levanta la sesión.
Los inmigrantes van saliendo de la sala trabajosamente, sus pies trabados por las cadenas, sus muñecas juntas, con barba de tres días ellos y sin peinar ellas, hombres y mujeres de piel oscura y baja estatura, rasgos que de por sí ya se han convertido en su peor fiscal, en su estigma. La ley firmada por la gobernadora de Arizona, Jan Brewer, para que la policía actúe contra los ilegales ya está surtiendo efecto. Ahí afuera, en las calles de Tucson, apenas se ven hombres y mujeres con esos rasgos, tengan papeles o no.
Hasta ahora, la policía no podía pedir la documentación a ninguna persona que no fuese sospechosa de haber cometido algún delito. A partir de ahora, sí. Cualquier latino es sospechoso. Aunque, como en el caso de José Rascón, lleve aquí 40 años y tenga ya todos los papeles en regla: "Nos sentimos vigilados. Todos. El miedo está a flor de piel. Los inmigrantes, tengan documentación o no, intentan ahora no salir de sus casas para evitar ser parados por la policía, humillados delante de sus hijos. Tenga usted en cuenta que rara es la familia en la que todos tienen documentación. Hay hijos nacionalizados con padres ilegales. Y al revés. Hay miedo, mucho miedo, créame. La gobernadora Brewer ha sembrado la semilla del odio y esa semilla crece rápido, necesita poca agua".
De hecho, la gobernadora no está sola. Su brazo armado es el sheriff del condado de Maricopa, Joe Arpaio, pero no es conveniente olvidar que el 60% de la población de Arizona -un Estado con un 30% de población hispana- está a favor de endurecer las medidas contra los inmigrantes ilegales. Aunque muchos, con el escritor Carlos Fuentes a la cabeza, van más allá. No se trata tanto de cazar al ilegal, sino de criminalizar al mestizo: "La nueva ley racista del Estado de Arizona", escribe Fuentes, "daña a individuos inocentes. Tal es el pecado de todo racismo. Entrevistados en la televisión norteamericana, varios oficiales de la policía de Arizona se quedaron sin argumentos. ¿Por qué detener a una persona de aspecto latino? Para asegurarse de que sus papeles estén en orden, creando la obligación de que todo moreno (bigotudo o no) lleve siempre consigo documentos de identidad. Como todos los grupos perseguidos. Como los judíos de la Alemania nazi".
José Rascón fue un inmigrante ilegal. Llegó a Estados Unidos con 16 años. Vivió dos décadas en California y el resto aquí en Arizona. Ahora es el orgulloso dueño de Muebles Sonora, un negocio instalado al sur de Tucson y cuyos clientes son -o eran- mayoritariamente mexicanos.
-Mire esas carpetas. Son pedidos anulados. Desde que se empezó a hablar de la ley antiinmigrante, el negocio ya no es ni el 10% de lo que era. Estamos ahorcados. Y todo es porque los güeros -los rubios- siempre nos han mirado mal. Tal vez porque nosotros estábamos aquí antes que ellos. Esto era tierra mexicana. Ellos llegaron huyendo de guerras, de religiones. Nos pidieron que les hiciéramos un lugar y se lo hicimos. Pero como en el cuento de la serpiente y el conejo, cuando estuvieron dentro de la madriguera, ya nos quisieron echar. No pararán hasta que lo logren. Tal vez porque nosotros somos más americanos que ellos...
-Es lo que dicen las canciones de Los Tigres del Norte...
-Sí, señor. Lo cantan ellos y es la pura verdad.
Dicen Los Tigres del Norte en su canción Somos más americanos: "Ya me gritaron mil veces que me regrese a mi tierra porque aquí no quepo yo. Quiero recordarle al gringo: yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó. América nació libre. El hombre la dividió. Ellos pintaron la raya para que yo la brincara y me llaman invasor. Es un error bien marcado. Nos quitaron ocho Estados. ¿Quién es aquí el invasor? Soy extranjero en mi tierra. Y no vengo a darles guerra. Soy hombre trabajador. Nos compraron sin dinero las aguas del río Bravo y nos quitaron Tejas, Nuevo México, Arizona y Colorado... Yo soy la sangre del indio. Soy latino. Soy mestizo. Indios de dos continentes, mezclados con español. ¡Somos más americanos que el hijo de anglosajón!".
Como dijo en una ocasión el escritor Arturo Pérez-Reverte, los cantantes de corridos consiguen contar en tres minutos lo que los escritores apenas logran en 500 páginas. Durante un recorrido de varios días por Nogales, Tucson y Phoenix, queda patente que la ley antiinmigrante está levantando entre la comunidad latina un sentimiento muy fuerte de agravio. Tanto o más que el que refleja la canción. Los mexicanos que viven al norte del Río Grande no entienden la desconfianza, cuando no la criminalización, que sufren sistemáticamente por parte de sus vecinos del Norte. Se desprecia al migrante -"cuando su economía florece gracias a nuestra mano de obra barata"-, se acusa a los mexicanos del problema de la droga -"cuando la principal demanda está en Estados Unidos"-. A juicio de muchos, la ley auspiciada por la gobernadora Brewer no es sino una vuelta de tuerca más. Dolorosa, por un lado. Pero también esperanzadora. Lo explican de forma muy gráfica la activista Isabel García, en Tucson, y el sindicalista Roberto de la Cruz, en Phoenix: "La gobernadora ha conseguido algo que jamás hubiese pensado. Unir a los hispanos. A los que no tienen papeles, el miedo los tiene agazapados en sus casas, pero a los que sí tenemos, la injusticia contra nuestros hermanos nos ha hecho despertarnos, unirnos, salir a la calle juntos para pedir a voz en grito que no se discrimine a los de nuestra raza". Tímidamente al principio, pero como un clamor después, cientos de miles de personas salieron a las calles de las principales ciudades de Estados Unidos el pasado sábado para exigir que los inmigrantes sin papeles puedan permanecer en el país en condiciones dignas. Las manifestaciones contra la xenofobia se siguen produciendo y, junto al Capitolio de Phoenix, todos los días, desde las cinco de la tarde hasta la medianoche, un grupo de personas encienden unas candelas, plantan unas imágenes religiosas al pie de un árbol y rezan, charlan o comparten unos tacos para dar fe pública de su firme rechazo a la ley. Una de esas personas, puntual a su cita, es Andrea:
-Discúlpeme, pero prefiero no decirle el apellido.
Andrea lleva 25 años en Arizona. Llegó de ilegal. Pero ya no lo es. Al principio trabajó limpiando casas, pero luego logró crear una pequeña empresa para dar trabajo a las mujeres que, como ella, sólo tienen sus manos para labrarse el futuro. Cuenta Andrea que "los rubios" -también los llama "gringos" o "gabachos"- viven atrapados en la contradicción: "Por un lado, a muchos les gustaría que desapareciéramos de las calles, que no compartiéramos con ellos la fila del supermercado. Pero, por otro lado, están felices de poder confiar la limpieza de sus casas, o el cuidado de sus personas mayores, a nosotros los inmigrantes. A ellos les gusta el cariño que ponemos en el trabajo. Y, sobre todo, que cobramos menos...".
-¿Por qué viene aquí cada noche?
-Por mi hermana. O, mejor dicho, por los hijos de mi hermana.
Cuenta Andrea que su hermana tiene tres hijos. De tres, de cinco, de siete años. Niños nacidos aquí y por tanto ciudadanos estadounidenses. Pero su hermana María sigue siendo ilegal. "Si un día", cuenta Andrea con el miedo pintado en la cara, "la paran por la calle, la detendrán. La llevarán a juicio y en menos de 24 o 48 horas la deportarán a México. Pero, como los niños son americanos, no podrán expulsarlos y se los llevarán a un centro de acogida. Tal vez intenten entregarlos en adopción. Ha sucedido en otros casos...". Ante ese temor, Andrea y su familia han organizado un complejo sistema para estar siempre alerta, comunicados, escondidos. "Hemos ido a un notario", confiesa Andrea, "para acreditar que yo soy la tía de los niños. Para que, en el caso de que detengan a María, yo pueda quedarme con sus hijos...". Andrea no es víctima de ninguna paranoia. Hay diplomáticos mexicanos que han sido testigos de historias terribles. Detienen a los inmigrantes, explica el empleado de un consulado, en distintos lugares, luego los concentran en un centro de detención y de ahí los llevan a juicio o directamente los deportan. Durante ese tiempo, en algún lugar del Estado, un niño está asistiendo a clase convencido de que su madre va a esperarlo a la salida, cuando realmente ya va camino de México, con las manos y los pies esposados. Para atender a ese niño, nosotros tenemos que saber que existe, y a veces no tenemos los datos para llegar hasta él. Es terrible. Yo he visto muchas veces cómo las mamás llegan a las escuelas y dos o tres cuadras antes dejan ir a los chiquitos caminando solos. Los ves y te rompen el alma. Ves a las señoras vigilando a que el chiquito entre a la escuela, pero desde lejos, porque les han dicho que estaban deteniendo en las entradas de las escuelas. A los niñitos no los detienen, pero si una mamá llega a dejar a su hijo, le piden sus documentos. Y si no los tiene, la deportan y se quedan con el niño... Tal vez no esté sucediendo mucho, pero con que haya pasado una vez es suficiente para que el pánico se apodere de toda la comunidad. Hay miedo, sí. Mucho miedo.
Basta darse una vuelta por Altar, una pequeña localidad situada junto al desierto de El Sásabe, en el Estado de Sonora, el lugar elegido por muchos migrantes para intentar cruzar a Estados Unidos. Es difícil encontrar a alguien en Altar que, de una u otra manera, no esté ligado al negocio de la emigración ilegal. Por sus calles polvorientas se ve a niños de la mano de hombres que dicen ser sus tíos, pero que en realidad son coyotes o polleros, tipos sin escrúpulos, traficantes de personas que pueden llegar a cobrar más de 3.000 dólares por cada intento -tenga éxito o no- de cruzar la frontera. Para saber de verdad lo que sucede en ese trozo de desierto entre Altar y la línea fronteriza con Estados Unidos, lo mejor es darse una vuelta por el refugio de menores que el Gobierno mexicano tiene instalado en Nogales, a sólo unos metros de la frontera. Aquí llegan los muchachos que sobrevivieron al desierto, pero fracasaron a la hora de burlar a la policía fronteriza. Los agentes de la Border Patrol los atraparon ya en territorio norteamericano y se los entregaron a las autoridades mexicanas. A razón de 30 o 40 cada día. A veces 700 u 800 al mes. Algunos con los pies destrozados. Otros con el surco del llanto marcado en la tez polvorienta. Todos con una historia triste que contar. Isabel Arvizu, la responsable del albergue, relata una que jamás podrá olvidar: "Un día nos entregaron a un muchacho que iba con su madre y otros migrantes por el desierto, guiados por un coyote. De pronto, la madre se desplomó y murió. El pollero le tiró un teléfono al muchacho y le dijo que esperara unas horas, para darle tiempo a ellos a poner tierra de por medio, y que luego llamara a un número de emergencias. Cuando los agentes llegaron se encontraron al muchacho sentado junto a su madre. Les dijo que estaba dormida. Una vez aquí, lo seguía diciendo: mi madre se ha quedado dormida en el desierto".
Hay veces que Isabel, o cualquiera de los animosos trabajadores del albergue, lo tienen fácil. Entrevistan al muchacho deportado, localizan a su familia y lo envían de regreso a casa. Otras veces, muchas veces, no es tan fácil. "Muchos de estos críos", cuenta Isabel, "están en tierra de nadie. Su padre se fue un día a buscar fortuna a Estados Unidos y, como muchos años después sigue sin tener papeles, no puede regresar. El chaval crece al cuidado de la madre o de los abuelos, con el dinero que el padre a duras penas consigue mandarles. Un día, el padre reúne los dólares necesarios para pagar a un pollero y pide que le manden al niño. El muchacho, de los Estados sureños de Chiapas o de Oaxaca, cruza la República, se pone en manos del pollero, atraviesa el desierto de El Sásabe en busca de un padre al que jamás conoció y que ahora vive en Chicago o en Los Ángeles... Y, cuando está a punto de conseguir un sueño, la migra lo detiene...". Es el caso de Julio, de 14 años, que pasea descalzo por el albergue, esperando una llamada de su madre. O el de Jennyfer, una muchacha salvadoreña de 15 años que dio a luz cuando intentaba cruzar la frontera...
Para intentar mitigar tanto dolor, el que ya existe y el que sobrevendrá si la ley de Arizona finalmente entra en vigor, el embajador de México en Estados Unidos, Arturo Sarukhán, ha viajado esta semana a Phoenix para reunirse con sus cónsules -tiene cinco en Arizona- y con líderes de las organizaciones civiles. "Hemos estado organizando", explica el embajador, "la estrategia de protección a los migrantes. Hemos activado todos los mecanismos de alerta. Y he constatado una enorme preocupación entre nuestras comunidades. Hay que tener en cuenta que, con ley o sin ella, en Arizona ya hace tiempo que se le está haciendo la vida muy difícil a los migrantes de origen hispano. Y esto, lógicamente, está generando tensiones y un rechazo cierto de la opinión pública de mi país hacia Estados Unidos". A Sarukhán le corresponde la difícil tarea de apoyar sin reservas a los suyos en su litigio con las autoridades de Arizona y velar al tiempo porque las relaciones de los dos países no se deterioren. "No hay que olvidar", añade, "que Estados Unidos se ha hecho grande por su capacidad de integrar a las diferentes oleadas de inmigrantes. Ellos siguen necesitando nuestra mano de obra y nosotros seguimos necesitando una reforma migratoria que haga más fácil la vida a los que cruzan la frontera buscando un futuro...".
A los muchachos que viajan en el techo de los trenes buscando a un padre que tal vez viva en Chicago. A los niños que todavía esperan a una madre dormida en el desierto.